El Leviatán estatal y la maldad cósmica se parecen no porque compartan intención, sino porque comparten dimensión estructural. Ambos operan sin pasión ni moral: no odian, no aman, no castigan ni recompensan; simplemente están. El daño que producen no proviene de una voluntad hostil reconocible, sino de sistemas que funcionan con independencia total de la experiencia humana. Para quien los padece, no hay súplica eficaz ni mérito acumulable: solo procesos que avanzan.
La relación entre el individuo y estas entidades está marcada por una asimetría absoluta. Frente a la maldad cósmica, el ser humano es irrelevante; frente al Leviatán, es intercambiable. La diferencia es semántica, no vivencial: en ambos casos se experimenta la nulidad del sujeto, la constatación de que la existencia individual no altera el curso del sistema que la contiene.
A esta desproporción se suma la opacidad. Aunque el Estado se presente como racional, su funcionamiento aparece fragmentado e ininteligible a escala humana. Las decisiones llegan sin cadena causal visible, como hechos consumados. De manera análoga, en el horror cósmico los efectos son evidentes pero las razones permanecen inaccesibles. El sujeto no obtiene un “por qué”, solo un “así es”, y esa clausura explicativa es una fuente central de terror.
Ambas entidades son además anteriores al individuo. No se las enfrenta desde afuera: se nace ya dentro de ellas. El humano no consiente su ingreso ni puede situarse en un punto previo; es constituido como sujeto legible en un orden que lo precede y lo excede. La anterioridad no es solo histórica, sino ontológica: define las condiciones mismas de existencia.
Esa anterioridad se combina con una indiferencia radical. No hay malicia ni sadismo, pero tampoco cuidado. El sufrimiento individual no es un dato relevante. La adoración no conmueve a la entidad cósmica; la obediencia no conmueve al Leviatán. No hay excepciones porque no hay criterios morales internos que las hagan posibles.
El terror se profundiza por un problema de escala. Tanto el cosmos lovecraftiano como el Estado moderno operan en magnitudes que desbordan la comprensión individual. El sujeto no puede construir un modelo completo del sistema que lo afecta. No solo es débil: no puede entender el marco total en el que ocurre su daño. Esa impotencia cognitiva es parte esencial del horror.
Además, ambos sistemas tienden a reproducirse sin intervención visible. No necesitan ejercer violencia constante. Funcionan mejor cuando el miedo se ha interiorizado y la normalidad garantiza la continuidad. El cosmos no ataca; simplemente es. El Leviatán no persigue siempre; permanece. Su eficacia reside en la persistencia, no en el estallido.
De este modo, queda clausurada la idea de un “afuera”. No hay exilio posible del cosmos ni exterior real al orden estatal totalizado. La resistencia, cuando existe, ocurre siempre dentro de los mismos lenguajes y estructuras que se intentan cuestionar. No hay redención final, solo fricción interna.
Por eso el terror no es un evento excepcional, sino una condición de existencia. No consiste en la destrucción directa, sino en la comprensión tardía de que nunca hubo instancia última de apelación. El humano vive dentro de sistemas anteriores, indiferentes y persistentes, para los cuales su presencia es secundaria. Y ese reconocimiento —más que cualquier monstruo o decreto— es el núcleo del terror.

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