Desperté sentado en el asiento de un colectivo que andaba por una ruta cubierta de niebla. Era de día pero no se veía nada por la ventana. Hacía frío y había mucha humedad. Las ventanas estaban empañadas. Se sentía la altura… un leve apunamiento.
En determinado momento paró la marcha, pero no podía ver bien al chofer. Bajaron todos los pasajeros y yo los seguí. Algunos me resultaban conocidos, pero no llegue a identificarlos completamente.
Tal vez me desmayé en la calle y me recogieron… O subí completamente en pedo… Ni idea… No me acuerdo cómo subí al bondi.
Cuando bajaron todos, el colectivo siguió y todos miraron alrededor. Tampoco sabían bien dónde estaban. Empecé a andar con ellos por un camino que se dirigía hacia una zona más alta; pasamos por una lomada y a la izquierda se levantaba un morro. Las nubes se mezclaban con la niebla. Desde la parte más alta de la lomada se alcanzaba a ver un bosque inmenso y profundo de pinos. Me resultó curioso encontrarme con un bosque de pinos en Brasil.
Al empezar a descender por la loma se podía ver la otra cara del morro; entonces comenzaron a asomarse varias casitas construidas en la cumbre. Y casi al pie del morro, pero del otro lado del camino, estaba su casa.
Estaba igual que siempre, con su chomba de tenis blanca, bermudas y sandalias; arreglando algo en la parte de afuera. La casa era muy extraña… un diseño bastante moderno. Su forma es muy difícil de describir. Las paredes eran enormes piezas de granito y tenía dos o más plantas.
Me quedé mirando una parte del techo, que era literalmente el casco de un barco dado vuelta -igual a uno que él había construido cuando yo era chiquito-. Los techos de la planta superior tenían el mismo reticulado de madera que él había diseñado para mi casa. Me sentí muy contento de verlo… fue natural y no me importó que los demás no pudieran verlo. Seguí mirando el techo-barco y me dijo sonriendo: “me di el gusto”.
Después me contó que le habían dado la casa completa pero sin los techos y el los construyó a su gusto. Entramos a la casa y lo primero que hizo fue mostrarme algo “que seguro me iba a gustar” -siempre llamándome “petiso”-. Sobre la viga del hogar a leña tenía un objeto asiático, pero que parecía una mamushka… no recuerdo exactamente cómo era -todavía seguía medio boleado-, pero enseguida descubrí el secreto del artefacto. Y él me miró insinuando “ah… ya lo sabías”.
Después sirvió dos cafés dobles y nos quedamos en la mesa de afuera charlando largo rato sobre física, entropía, antropología, sociología y justicia. Le conté cómo había llegado hasta su casa y no se sorprendió, como de costumbre.
Ahora él lo sabe todo. Todo. Y me quedé escuchándolo y haciéndole preguntas… muy feliz de volver a verlo.
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